Hablemos de inmersión

Hablamos de inmersión en los videojuegos cuando el jugador olvida completamente el entorno físico que lo rodea y termina por creer como real el entorno virtual representado en la pantalla del ordenador. Los momentos más intensos de inmersión han sido denominados por el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi como estados de flujo.

El estado de flujo se encuentra a medio camino entre la ansiedad y el aburrimiento, estados por el que todo jugador experimentado habrá pasado alguna vez en su vida. Si los retos que propone el videojuego superan con mucho la habilidad del jugador, el resultado es una experiencia negativa e intimidatoria (ansiedad). Por contra, un juego incapaz de proponer retos que no estén al nivel de la pericia del jugador provocará en él puro y llano aburrimiento. El equilibrio entre los retos del juego y la habilidad del jugador conducen a una experiencia placentera, al estado de flujo.

En los cortos momentos en los que el jugador alcanza el estado de flujo, sufre una pérdida de autoconsciencia a favor de disfrutar de una experiencia mucho más intensa. El jugador se convierte en parte misma de la experiencia, es decir, en una parte más del juego. Durante breves instantes puede decirse, aun a riesgo de ser pedante, que el jugador es «uno con el juego».

Hoy en día, en los inicios de una nueva generación de videojuegos, los estudios de desarrollo tienden cada vez más hacia el hiperrealismo. Son varias las causas que alimentan esta tendencia, pero quizás la principal sea que el público así lo pide, convencidos de que este hiperrealismo conduce a experiencias mucho más inmersivas, por tanto, a alcanzar el estado de flujo más fácilmente. Es probable que muchos desarrolladores compartan también esta manera de ver las cosas.

Parece ser, pues, que la palabra clave que justifica toda la evolución gráfica que se ha ido produciendo en la historia de los videojuegos a lo largo de las seis o siete generaciones que llevamos ya de videoconsolas es inmersión. Sin embargo, yo no considero que la inmersión esté asociada necesariamente al realismo gráfico.

El hombre lleva experimentando estados de flujo desde hace mucho tiempo. El estado de flujo no es propio únicamente de los videojuegos, se produce también en otras actividades que no tienen nada que ver con los juegos. Y si consideramos que también es posible en los juegos de mesa, cuanto menos también tenía lugar cuando la gente jugaba a aquel primer Pong, o al Breakout o incluso al Tetris. Por esto, no es necesario acercarse al realismo para inducir momentos de inmersión.

Es decir, que para conseguir inmersión no hace falta diseñar un motor gráfico potente; tampoco el juego necesita de un argumento elaborado o de personajes más o menos carismáticos. Basta con plantear una experiencia jugable que entretenga al jugador. El estado de flujo es posible porque el jugador llega a una especie de «acuerdo tácito» con la representación física (visual, sonora y táctil) que ofrece el juego: hace el esfuerzo inicial de creerse lo que sale por pantalla —lo que equivale a aceptar y entrar en el círculo mágico del juego— a cambio de la experiencia de entretenimiento que espera encontrar.

Ocurre lo mismo mientras vemos una película: mediante algún mecanismo semiautomático de nuestro cerebro, aceptamos por momentos que lo que sale en pantalla realmente es real, que ocurre ante nuestros ojos de verdad, y ni los cambios de cámara, ni el hecho de que estemos en una sala a oscuras rodeados de gente que miran atentamente una gigantesca pantalla iluminada por un proyector, ni siquiera los efectos especiales que desafían las leyes de lo común consiguen romper la ilusión de que aquello es sólo una película.

Volviendo a los videojuegos, puede decirse que los estudios de desarrollo se equivocan de camino. Tampoco esto es totalmente cierto. Hasta aquí creo haber demostrado que se puede conseguir tanta inmersión jugando al parchís como al más reciente Gears of War, pero en absoluto olvido que la evolución tecnológica es buena, en el sentido de que cada nueva generación abre más el abanico de posibles experiencias jugables. Los diseñadores de hoy en día no cuentan con las limitaciones creativas que imponían la tecnología de los años 70-80, y los jugadores ya podemos vivir nuestras propias aventuras en bastos mundos que evolucionan a lo largo del tiempo. Incluso el auge del juego online implica que cualquiera puede compartir su experiencia con alguien que vive en el otro lado del globo. Y quién sabe en esta nueva generación que ya está aquí lo que viviremos (quizás motores de física más potentes, quizás IAs más convincentes —que no más inteligentes, que conste—, quizás miles de personajes no jugables en escenarios inabarcables, quizás controles más físicos, etc).

Es curioso, pero el excesivo realismo gráfico puede ser en ocasiones incluso contraproducente para lograr la anhelada inmersión. Ya he hablado antes del «contrato tácito» al que llegan el jugador y el juego. Entiendo que cuanto más parecidos a la realidad son los gráficos, más exigente es el jugador con lo que espera encontrar en el juego. Es decir, en los escenarios de Gears of War (uso este juego porque acaba de salir hace poco y es hasta la fecha la cima gráfica de Xbox 360) encontrar un objeto pobremente modelado o texturizado rompería inmediatamente la ilusión. En los primeros juegos en 3D se aceptaba como normal que el personaje atravesase algunos objetos del escenario, hoy en día ver esto en un juego sencillamente echa para atrás. ¿A qué conduce esto? A que los estudios de desarrollo dediquen más tiempo a solucionar cualquier glitch gráfico en lugar de dedicarlo a otras cosas que pueden ser más importantes.

Por último, tengo la impresión de que muchos diseñadores olvidan con facilidad que lo realmente importante de un juego es su jugabilidad. Son tantas las posibilidades que puede ofrecer un videojuego —que van mucho más allá de lo que puede dar de sí un juego de mesa— que es normal que un diseñador se sienta perdido. Mientras este medio, que bebe (y mucho) de otras artes como el cine y la literatura, sigue creciendo, resulta difícil poner un límite entre lo que es aceptable para un videojuego y lo que no. Una vez más, los árboles no dejan ver el bosque.
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Documentación:
  • KATIE SALEN, ERIC ZIMMERMAN. Rules of Play. Game Design Fundamentals.The MIT Press, 2004.

2 comentarios:

Longo dijo...

Me parece muy interesante y lúcido lo que dices. Ojalá las empresas de desarrollo de videojuegos en España se dieran cuenta de esto en vez de hacer superproducciones "a la americana", que luego resultan un fiasco económico...

Saludos!

Julián dijo...

Gracias por tu comentario. La verdad es que ha llovido bastante desde que escribí este artículo, la industria española ha crecido, y cosas como un juego con la firma de Kojima hecho en España (antes impensable), ahora son realidad.

En todo caso, si las superproducciones españolas resultan en fiasco, acabarán dejando de hacerse, porque el dinero no cae de los árboles. Afortunadamente hay mucho más mercado que el de los juegos AAA (típicamente hiperrealistas), y quien puede y quiere sabrá como aprovecharlo.